Perseguido Jesús por los judíos, sucios de ir, hacía varios días, lo mismo si llegaba o se iba la luz, caminaba una mañana junto a sus olas. Y la golondrina que se desvelaba por el en fuerza de adorarlo, lo seguía para borrar sus huellas arrastrándose en la arena. Esa mañana, de tan cercanos, sus pasos y los de sus perseguidores se oían juntos. Una mano enemiga extendida le llegaría al hombro; pero el Niño, en rápido además de cruzar el agua, avanzó varios metros de profundidad adentro. Y el mar, apagadas sus olas, no le subió más arriba de las rodillas.
Los judíos, espantados, retrocedieron antes el milagro. Pero la golondrina, por no haberlo visto volver a la playa limpia e enemigos, continuo su vuelo buscándolo.
Cuando llego al otro ladi, la pena le había teñido de negro desde le pico hasta la punta de las plumas de la cola, conservando, desde entonces, blanco solo el pecho, para recordar a los hombres que con él borré sobre la arena las huellas del señor.
Varios días después volvieron los judíos para recoger en el aire la palabra que confirmara la noticia de que Jesús había cruzado el mar. Pero no fue así. En la arena encontraron sus huellas. Y como la golondrina no lo seguía para borrárselas, ese mismo día, junto a la noche lo aprehendieron. A la mañana siguiente Jesús había muerto.
El mar no ha vuelto a crecer: es el Mar Muerto desde aquel día. Y la golondrina sigue volando a su orilla, negra de pena, con el pecho blanco, a ras de tierra, como si se le hubiera caído la sombra y quisiera levantarla con el pico.
*Tomado del libro “Los Hombres que Dispersó la Danza”. Edición conmemorativa de los cincuenta años de su publicación. Y de las bodas de oro literarias del autor. México 1979.Autor: Andrés Henestrosa.