Unido en grupos el carrizo crecía, jubiloso entonces, con el viento enredado en las hojas, en las silenciosas orillas de los ríos. No tenía, como hoy la tiene, hueca la vara en que cuelga sus hojas angostas y largas, sino llena como de un algodón que fuera duro.
Pero he aquí que Jesús ya no hallaba refugio seguro en parte alguna y el ultimo –la hoja de olivo- acababan de descubrirlo los judíos. Pequeñito, igual que un grano de arena, Jesús cayó en un carrizal. Se introdujo en el puño cerrado de las raíces y se puso de pie en el centro, a lo largo de uno de los tallos. Delgado, no más grueso que el vacío que lo cercaba, nadie que no fuera el pájaro carpintero pudo descubrirlo. Y habiéndolo aprehendido los judíos lo clavaron, el más negro de los atardeceres, en una cruz.
Desde entonces, para recordar y ayudar a los hombres que todos olvidan, el carrizo es hueco, triste, sin corazón, porque Jesús se lo deshizo al ponerse de pie, a lo que largo de su tallo. Y cuando quemamos los campos, los carrizales simulan un incendio de banderas en el que sólo se salvaran las astas.
*Tomado del libro “Los Hombres que Dispersó la Danza” /Autor: Andrés Henestrosa/Edición conmemorativa de los 50 años de su publicación y de las Bodas de Oro Literarias de su Autor/ 1979/Impreso en México.