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Fri, Apr

Dionisio Hernández Ramos

Istmo
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Enjuto, vestido con su piel morena, con unas cuantas canas brillando entre su rizada pelambre, Dionisio exhibió una fresca sonrisa cuando Macario Matus nos presentó, treinta y dos años atrás, apenas terminando una sesión del taller de poesía (así se llamaba) que habíamos tenido por dos horas una tarde veraniega, alrededor de una mesa, frente al espacio que entonces ocupaba la dirección de aquella Casa de cultura que vivió sus mejores años precisamente de la mano del buen Macario (Mezcalario, le llamaría Ulises Torrentera).


Mi escuálida memoria no recuerda bien a bien si nos encaminamos a algún refrescante lugar o sólo nos saludamos para enseguida despedirnos. El de la voz acababa de llegar de la entonces aún región más transparente del aire, cargado de inocencia, pero con muchas ganas de no sabía qué.
Cuando agosto pasó a mejor vida, ya habíamos trabado amistad con Macario y Dionisio. Iniciaban nuestras visitas a la legendaria Flor de Cheguigo, de la no menos legendaria Pánfila, quien ya nomás vigilaba el movimiento de clientes, botanas e ingresos; era Alejandro, su pareja, el que se afanaba entre las mesas, destapando caguamas, escanciando mezcal en pequeños vasos de vidrio y sirviendo cacahuates, manitas de puerco a la vinagreta y un frito del mismo animal, que era el sello de la casa y señal de que no habría más botana.

Me parece que por entonces ya había pasado la célebre cosecha de sandías, que permitió a Dionisio darse una gran vida por algunos meses. Poeta y campesino, como la obertura de Von Suppé, tuvo aquella temporada las condiciones supremas para alzarse con carretadas del sabroso fruto que, luego de ser vendidos, dieron para instalarse en una habitación del Hotel Marqués del Valle, en pleno centro de Oaxaca.
Cuenta la leyenda que el hombre cargaba en su morral fajos de billetes, producto de la venta, con los cuales iba pagando el diario condumio y los envites a las amistades, que por esos meses florecieron por racimos… hasta que la fortuna se acabó, los amigos se retiraron a mejores lugares y el letrado campesino dejó su cuarto, compró boleto y partió de regreso al Istmo. Me parece que luego de aquella feliz temporada Dionisio se instaló –por muchos años- en Juchitán.

Por las mañanas escribía, según me contó en una oportunidad que le visité en su cueva de la avenida Hidalgo. Lo hacía en manuscritos, para luego pasarlos en limpio, tecleando en una su Olivetti, pequeña como él. Hacia la una de la tarde, se sumaba al coro de feligreses que esperaban la hora mágica en que Macario cerraba su oficina, y todos nos encaminábamos a La flor, donde alzábamos nuestra alegría de vivir por espacio de tres horas. A las cinco terminaba el encanto.
En esa misma temporada, Macario le publicó Fuego de un mismo árbol, con una portada en color anaranjado, a tono con el título de ese conjunto de poemas que él leía pausadamente: “ellas traen dólar, ellas traen dolor”, decía en uno de los textos, acaso acuciado por los recuerdos de su María Adams.

Para el verano siguiente, con José Alfredo Escobar y no recuerdo cuántos más, nos fuimos a Ometepec, Guerrero, para encontrarnos con bardos y bardas de aquel estado. Lo de las bardas, por supuesto, es en referencia al miadero constante en que nos mantuvieron los litros de fermento bebidos allá, merced a las magníficas atenciones recibidas.

Vinieron otros libros: El niño que come luna, El sueño de la batanda, Soledad en sitio, Las variantes de mi voz; algunos de ellos publicados con la generosidad de Miguel Ángel Cortés, quien le brindó incluso refugio y apoyo por un cierto periodo, hasta que los excesos etílicos del poeta provocaron el fin de la hospitalidad.
Solía hablar de su magnífica relación con Héctor Anuar Mafud (a la sazón Secretario de gobierno en Oaxaca), con Emmanuel Toledo Medina (Director del Instituto de Cultura Oaxaqueña –creo que así se llamaba tal entidad por ese tiempo), quienes lo refaccionaban eventualmente.
Mientras vivía en Juchitán, se le veía caminar por nuestras calles con un delgado cordel anudado al cuello, del cual pendía una llave; era su treta para no extraviar el adminículo con el que abriría –casi a tientas, a oscuras, borrosamente- la puerta de su hospedaje, ya en Hidalgo, ya en Morelos, ya en Cheguigo.
Dueño de un excelente ritmo en la escritura, Dionisio plasmaba en frescos versos los avatares de su vida, amores y desamores. Pero acaso lo mejor de su producción esté en El niño que come luna y en El sueño de la batanda, en los cuales recoge los altos frutos de las leyendas, de la tradición oral de su pueblo, de la tierra del zanate de oro, del Rey Gululush.

Hará cosa de tres o cuatro años que me dijera mi joven amigo Gerardo Valdivieso: Creo que Dionisio está perdiendo la memoria, lo vi esta mañana, lo saludé y no me reconoció; soy fulano, hijo de fulano; sonrió, pero en esa sonrisa iba su desmemoria.
Poco tiempo después, sabedores de su creciente olvido por las cosas terrenas, familiares suyos vinieron por él, se lo llevaron a Salina Cruz. Un mediodía me encontré al ingeniero Maradona en un lavado de autos; comentó que había ido a visitarlo, refrendó el estado de la memoria extraviada en que habitaba el poeta.
El martes uno de agosto, tres días después de haber cumplido setenta años, Dionisio partió a mejores campos, a encontrarse con Macario, con el músico Hebert Rasgado, con el maestro Enedino Jiménez, con Alejandro Cruz, hermano poeta que el próximo septiembre cumplirá treinta años de haber sido asesinado.
Guárdanos un lugar en esa mesa, Dionisio, reconstruiremos por allá La flor de Cheguigo, sin duda.
Santa María Xadani

 

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